Por: Sonia Pérez Tello
CIPER – Centro de Investigación Periodística / Publicado: 21.04.2015
Los aluviones que afectaron al norte del país el pasado 25 de marzo plantean una serie de interrogantes sobre la mejor forma de prevenir catástrofes y cómo enfrentar las consecuencias cuando éstas ocurren. La investigadora del Centro de Investigación en Vulnerabilidades y Desastres Socionaturales Sonia Pérez Tello analiza los problemas estructurales que amplificaron la magnitud del desastre, y plantea cuáles son las capacidades institucionales y sociales que es necesario fortalecer para proteger y mitigar el impacto en aquellas comunidades que quedaron con un alto grado de vulnerabilidad y expuestas a nuevas amenazas.
Es sabido que las catástrofes no golpean a todos por igual. El problema es cómo encontrar la ecuación precisa que permita prever a quiénes y cómo afectará el desastre. Los esfuerzos de la sociedad, en sus aparatos políticos, científicos y tecnológicos, se han concentrado más en responder dónde y cuándo afectará el evento catastrófico y menos en quiénes son más vulnerables. La vulnerabilidad, esto es, la disminuida capacidad de respuesta y reacción de personas y comunidades, aumenta la probabilidad de sufrir daños. ¿De qué depende entonces tener o no estas capacidades activas?
Los 17 aluviones que devastaron gran parte del norte de nuestro país vienen precisamente a evidenciar la insuficiencia de las capacidades técnicas, científicas e institucionales para prevenir y mitigar los daños. Lo que trajo el lodo fue nada menos que un acumulado de desprotecciones que no sólo dañaron viviendas y destruyeron vidas humanas, sino que además dejan a las comunidades nuevamente vulnerables a otras amenazas sociales, de índole sanitario, psicosocial y político. ¿Cómo levantar pueblos enteros en medio de nuevos riesgos? Chile es un país con vasta experiencia en desastres y algo debiéramos aprender a estas alturas: las vulnerabilidades que emergen del desastre son cualitativamente distintas de las que existían previamente. Los factores de la ecuación del daño son más complejos e interactivos, pues lo que antes significaba peligro y exposición (por ejemplo, la fallida planificación urbana que permitió asentamientos humanos en zonas de riesgo) ahora es daño, y a su vez, lo que ahora es daño, se convierte en nuevos factores de vulnerabilidad para reconstruir planes de desarrollo social, urbano y
humano.
Un desastre como el del norte constituye la crónica de una muerte anunciada, pues las condiciones previas contenían variadas desprotecciones y vulneraciones superpuestas. Los aluviones se deslizaron sobre planos reguladores inconscientes de los estudios de amenaza; contaminación medioambiental histórica y sostenida por el mal manejo del residuo de las minas; intervención urbana de las empresas mineras sin mediación del Estado ni participación de las comunidades; poca infraestructura de mitigación; desregulación del mercado inmobiliario; aislamiento social de las comunidades; insuficiente atención médica especializada y de calidad; mal aprovechamiento de los recursos hídricos, todo sumado a los altos índices de pobreza.
Las políticas de prevención deben atender a todos estos factores y no solo a un buen sistema de alerta temprana que, por lo demás, resultó también aquí ineficiente. Ello demanda un alto grado de intersectorialidad y regulación integrada del Estado que responda a políticas de desarrollo claras y sustentables.
Pero una vez analizadas las causas para futuras prevenciones, ¿qué hacemos ahora con los resultados? Las comunidades están dañadas y nuevamente vulnerables ¿Cuáles son las capacidades que hay que fortalecer para enfrentar nuevas inestabilidades e incertidumbres? Un análisis de las fragilidades emergentes puede servir al respecto. Es evidente ya la amenaza sanitaria por la contaminación toxicológica, así como de los residuos materiales y lamentablemente humanos. Aquí se vuelven urgentes planes de sanitización y manejo de desechos que requieren de aplicación de conocimientos y tecnologías relativamente a mano cuando la voluntad existe.
Pero las protestas masivas ocurridas en los últimos días muestran un nivel más profundo de amenazas. Las nuevas vulnerabilidades se concentran principalmente en la incertidumbre sobre qué pasará ahora con las medidas estatales y quiénes decidirán finalmente sobre el futuro de las viviendas y pueblos afectados.
Los estudios del terremoto del 27/F y de la erupción en Chaitén muestran que los nuevos riesgos derivan de la pérdida del lugar, no de las viviendas. Los territorios constituyen una práctica, un sentido y un valor. Hemos visto cómo los reasentamientos en nuevas casas desequilibran la integración social cuando destruyen los lazos de convivencia barrial que existían previamente y cuando la gestión del riesgo empuja a la competencia individual por los beneficios habitacionales. La acción colectiva ha demostrado ser clave en las estrategias de recuperación y resiliencia, pues circulan ahí saberes sociales e históricos que las políticas centralizadas ignoran, logrando restituir derechos sobre las formas de vivir, que vuelven habitable lo inhabitable.
Por otra parte, aprendimos que la tragedia se vive cuando el miedo a la naturaleza se transforma en desconfianza en el Estado. Los sentimientos de maltrato, abandono e injusticia vulneran más que las pérdidas materiales y se sustentan en la falta de información válida, la farandulización de los medios de comunicación y la ambigüedad entre las comunicaciones de las autoridades locales y centrales. Resulta entonces fundamental que la información esté al servicio de visibilizar causas y consecuencias del desastre para generar desde ahí alianzas de transformación.
En definitiva, las capacidades que se requieren fortalecer no son sólo de las comunidades, que sí han demostrado el nivel de movilización de recursos humanos que pueden desplegar. Se requiere capacidad institucional y competencias técnicas para la identificación de daños y de nuevas amenazas. Se debe levantar información sobre: niveles de toxicidad medioambiental, mapas de riesgo para planes de reconstrucción, niveles de daño en salud mental, cuantificación de las pérdidas de fuentes laborales, niveles de daño en viviendas, exactitud en la consideración de las pérdidas humanas.
Se requiere también fortalecer capacidades sociales para el desarrollo local: participación ciudadana, organización social, canales de comunicación con información validada, socialización de saberes locales, diversificación de capacidades productivas, fortalecimiento de memoria e identidad territorial. De ahí que resulte indispensable atender a las demandas sociales que exigen nada menos y nada más que la consideración de sus necesidades, que no siempre coinciden con la restitución de los servicios básicos, sino que apelan al apoyo oportuno y al derecho a decidir dónde, cómo y con quién reconstruir sus vidas sin ser olvidados.
Por eso, la ecuación de los factores de riesgo debe considerar tanto la vulnerabilidad como la vulneración de los derechos y garantías públicas, lo que transforma un problema de predicciones en un problema de desarrollo local; una pregunta por el tipo de ciudades que queremos levantar, en calidad y poder. Ese es el verdadero problema que resuelve la ecuación que tanto se busca calcular.
Fuente: CIPER