A días de la última catástrofe del pasado 16 de septiembre, que afectó fuertemente sobre todo a la Región de Coquimbo, surgen voces triunfalistas que enfatizan lo bien que reaccionó el país y en particular el éxito de los ajustes institucionales realizados luego del terremoto y el tsunami del año 2010. Pretender sacar cuentas alegres a partir de esta comparación no solo es burdo, sino también una falta de respeto a las personas que han sido afectadas por los diversos eventos extremos de la naturaleza, este mismo año inclusive.
La ruptura del terremoto de magnitud 8,8 del 27 de febrero de 2010 abarcó 500 km a lo largo del contacto de subducción de las placas tectónicas de Nazca bajo la Sudamericana, directamente frente a tres de las regiones más pobladas del país, entre Pichilemu por el norte y Tirúa por el sur. Esto, aun cuando la propagación de las ondas sísmicas impactó fuertemente también a las regiones aledañas, entre ellas las de Valparaíso y la Metropolitana.
Las olas del tsunami comenzaron a llegar al borde costero entre 12-20 minutos después del terremoto, alcanzaron alturas de inundación de unos 15 m y localmente hasta 30 m de altura. Solo este evento generó pérdidas al país por unos US$30.000 millones, equivalentes al 10% del Producto Interno Bruto, según el “Plan de Reconstrucción Terremoto y Maremoto del 27 de febrero de 2010” del propio Gobierno de Chile, realizado en agosto de ese mismo año, sin considerar los costos de la reconstrucción.
El terremoto de magnitud 8,4 de Illapel del pasado 16 de septiembre liberó cuatro veces menos energía que el de 2010, abarcó unos 230 km, entre Tongoy por el norte y Pichidangui por el sur, generando un tsunami que alcanzó hasta 4-5 m, aunque localmente pudo haber alcanzado unos 10 m de altura. Terremotos como el de 2010 ocurren cada cientos de años frente a una misma porción del contacto de subducción; de hecho, el equivalente anterior sería el de Concepción de 1835, cuyos efectos registraron Darwin y Fitz Roy. El terremoto equivalente al de Illapel sería el de Ovalle, de magnitud 8,2, ocurrido en 1943.
Si bien el conocimiento científico y el monitoreo tecnológico aún no están en condiciones de proveer una herramienta para predecir con exactitud los grandes terremotos, la mayor parte de estos sí pueden ser anticipados en cuanto a su origen, a cuáles son las zonas que han acumulado suficiente esfuerzo tectónico y a su potencial impacto. Por ejemplo, la ocurrencia reciente del terremoto de 2010, sumado a este último, nos puede llevar a la falsa idea que la Zona Central de Chile pareciera estar libre, por lo pronto, de la posibilidad de un evento mayor. Sin embargo, estudios recientes sugieren que el último gran sismo, de magnitud cerca de 9, habría ocurrido en el contacto de subducción de las placas tectónicas entre Pichilemu y Tongoy, frente a Santiago, hace ya bastante tiempo, en el año 1730.
Similarmente, son varios los trabajos científicos que plantean que la potencialidad de un terremoto y tsunami mayor en el Norte Grande se mantiene, aún después de la ocurrencia del terremoto de Iquique del año recién pasado. A lo anterior se suma la posibilidad de terremotos corticales, es decir, con ruptura superficial o subsuperficial, de fuente cercana, distintos a los de subducción, y cuyo impacto puede ser mayor, aun cuando su magnitud sea menor, tal como lo ocurrido en Nepal (2015), Haití (2010) o Kobe, Japón (1995).
La naturaleza no es cruel ni animosamente violenta, solo es. En cambio, somos nosotros quienes podemos elegir seguir siendo miopes en materia de reducción del riesgo de desastres naturales, obnubilados por el exitismo material cortoplacista, incapaces de visualizar y planificar el desarrollo sustentable del país en el largo plazo, si no progresamos en los distintos ámbitos que considera la prevención del impacto de eventos extremos.
Este último terremoto y el tsunami demostraron la importancia de la generación y aplicación de los avances en el conocimiento científico, así como la necesaria implementación tecnológica en su monitoreo. Sin duda se visualizaron avances en materia de reacción institucional. Pero sobre todo demostró el carácter horizontal del problema: la prevención debe estar enfocada en las personas y las comunidades, en planificación, en educación y cultura, en resiliencia, y esto requiere cambios profundos e iniciativas que acompañen y propendan a una nueva conciencia nacional, que trascienda en el tiempo, cuyo centro sean el hombre y la naturaleza, muy a pesar del statu quo.
Fuente: El Mostrador