Por Sonia Pérez Tello.
Amplia cobertura ha tenido la noticia sobre el nuevo top ten de Chile: somos uno de los diez países que fueron más afectados por eventos meteorológicos asociados al cambio climático durante 2015, según el reporte del Índice Global de Riesgo Climático 2017, presentado recientemente en la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP22).
La principal causa de nuestra posición en el ranking, según se explica en el citado reporte, es el inesperado evento hidrometeorológico del 25 de marzo de 2015 en el norte del país que en la región de Atacama produjo la pérdida de 28 vidas, 8 mil viviendas, más de 35 mil damnificados y una prolongada alerta sanitaria (según datos de la Oficina Nacional de Emergencia del Ministerio del Interior y Seguridad Pública [ONEMI] al 2015).
Ciertamente, la temperatura del planeta y su efecto en la intensidad de las precipitaciones son causas importantes de los 19 aluviones que arrasaron con las localidades del norte chico. Sin embargo, sería un grave error pensar que el desastre que ahí se vive hasta hoy, es mero producto del cambio climático. El índice en cuestión es revelador, a la vez que hermético. Por una parte, muestra la expresión cuantitativa del evento, detallando el número de víctimas y pérdidas económicas que hemos tenido que lamentar. Pero es hermético al ocultar el impacto cualitativo, aquellos otros daños de tan difícil medición y que, sin embargo, tienen tan directa relación con la vida social: daños a la salud, a los proyectos familiares, a las condiciones de la existencia, a la sobrevivencia de las comunidades, a la dignidad de los territorios y a las posibilidades de desarrollo social y humano. Sabemos que éstas son, entre otras, importantes vulnerabilidades que surgen a raíz de lo ocurrido el 25 de marzo de 2015, y que convierten precisamente al cambio climático en un desastre socionatural.
¿Puede entonces el cambio climático impactar a una comunidad sin convertirse en un desastre? Si el análisis científico y la memoria de las comunidades tienen sentido, entonces sí podríamos encontrar pistas en lo ocurrido en Atacama para al menos dejar de considerar como inevitables tragedias que en realidad son evitables, o al menos mitigables, con organización social. El camino entre cambio climático y desastres lo transitan las sociedades, no la naturaleza. En Atacama –como en otras lamentables experiencias en el país– la huella que cambió la historia de sus pueblos fue dejada por la deficiencia en las comunicaciones oportunas, la improvisación en las reacciones institucionales, el desaprovechamiento de los saberes culturales y la desconfianza en la información entregada ambiguamente, entre otros factores.
Somos un país expuesto al cambio climático y, sin duda, tendremos que mejorar nuestras prácticas y políticas para adaptarnos y responsabilizarnos de tal proceso. Pero no podemos ser un país que ignore las capacidades que tiene para prevenir, mitigar y responder de una manera mucho más proactiva y consciente de sus propios riesgos. Y tendemos a ignorarlas pues bastan pocos meses para que nuestro país disminuya su atención en aprender de lo vivido.
Un ejemplo paradigmático lo conforma la ciudad de Chañaral, donde su gente contaba con ciertos conocimientos para responder a una emergencia, así como con experiencia en educación preventiva y evacuaciones debido a la percibida amenaza de un eventual tsunami. Nadie esperó una lluvia como ésa, pero sí muchos de ellos pudieron responder de la mejor forma que pudieron. La organización social y el apoyo colectivo fueron herramientas que ayudaron a enfrentar el evento meteorológico. Sus conocimientos en el uso de recursos naturales escasos, propios de una vida en el desierto, permitieron también mayor adaptación que lo que un santiaguino podría tener. No obstante, hoy, a más de un año de lo sucedido, la solidaridad y adecuación ante lo inexplicable se ha transformado en desesperanza y desconcierto, pues ni la ciencia ni la política han podido responder a las necesidades reales de protección a la salud, de recuperación de las fuentes laborales, de dignificación de sus propuestas.
En definitiva, aunque la comunidad cuenta con conocimientos sobre su entorno y su historia que permitirían enfrentar el cambio climático, si tal conocimiento no es escuchado, validado, organizado y transformado en planes y políticas, el evento se convierte en un desastre, con daños que duran mucho más que las 72 horas consideradas por el Índice Global de Riesgo Climático.
Lo que desencadena el dolor, las pérdidas, la incertidumbre y lo que levanta nuevas fragilidades no es la naturaleza, sino la débil capacidad de respuesta de nuestra sociedad donde el mercado, el Estado y las organizaciones sociales han actuado en forma desarticulada y no como un conjunto. Corregir esto implica cambios de fondo como país, que se orienten a articular, de manera sostenible, cultura, institucionalidad y conocimiento.
Sería un error culpar a la naturaleza de las deficientes experiencias al gestionar nuestros riesgos. Para vivir en armonía con nuestra naturaleza y territorios debemos controlar las razones del cambio; conocer y no olvidar lo que hemos hecho mal; prevenir y respetar las mitigaciones históricas. Estamos expuestos, pero no condenados, si logramos garantizar condiciones de seguridad para que no se afecten los derechos y el bien común.
Quizás sea éste el verdadero impacto del cambio climático que sí podamos evitar.
Publicado en Ciper.