Por Gabriel Easton, académico del Departamento de Geología – Investigador de CITRID, U. de Chile.
El 27 de septiembre recién pasado Chile se restó de la ratificación del Acuerdo de Escazú, cuya elaboración había liderado junto a Costa Rica. Un acuerdo cuyo objetivo es “garantizar la implementación plena y efectiva en América Latina y el Caribe de los derechos de acceso a la información ambiental, participación pública en los procesos de toma de decisiones ambientales y acceso a la justicia en asuntos ambientales, así como la creación y el fortalecimiento de las capacidades y la cooperación…”
El Acuerdo de Escazú no solo reconoce el “derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación”, siendo “deber del Estado velar para que este derecho no sea afectado y tutelar la preservación de la naturaleza”, tal como lo establece la actual Constitución Política de nuestro país, sino que va más allá, buscando hacer vinculante la participación de las comunidades en la toma de decisiones respecto del “uso sostenible de los recursos naturales, la conservación de la diversidad biológica, la lucha contra la degradación de las tierras y el cambio climático y el aumento de la resiliencia ante los desastres”.
Particularmente, en sus artículos 5º y 6º el Acuerdo de Escazú busca garantizar el acceso transparente a información ambiental, y en su artículo 7º busca hacer que esta información sea oportuna y pertinente, vinculándola a la participación del público en la toma de decisiones.
La actual institucionalidad de nuestro país permite asimetrías de información desde su propia génesis pues, si bien es deseable que los proyectos -particulares o públicos- generen su propio conocimiento para la elaboración de líneas de base ambiental y estudios de impacto, es también deseable no sólo que las comunidades tengan acceso oportuno a esta información, cosa que muchas veces sí sucede, sino que se generen mecanismos eficaces para que esta información pueda ser interiorizada por el público, y eventualmente complementada sin potenciales sesgos de origen.
A lo anterior se añade el hecho que, en la práctica, la participación comunitaria en nuestro país ocurre muchas veces cuando los proyectos se encuentran en etapas avanzadas de su realización, generándose escenarios de conflicto que pueden llegar incluso a detener la inversión.
¿Para qué hacemos ciencia, si no tenemos la aspiración y la posibilidad real de contribuir a mejorar la calidad de vida de las personas, a través de la generación, articulación y retroalimentación de conocimiento que propenda en forma efectiva al perfeccionamiento material y espiritual de quienes constituimos esta patria?
Negar Escazú no es solo negar Quintero, Chañaral, Mejillones, Tocopilla, Valparaíso, Santiago, Coronel, Aysén, Isla Riesco y tantas otras localidades o regiones en que los problemas sociales, de gestión del territorio y el medio ambiente son particularmente patentes. Negar Escazú es negarnos el derecho humano a un medio ambiente sano. Es negar el fundamento mismo del desarrollo sostenible, porque negar Escazú es negar el conocimiento científico, su democratización, como base para la toma de decisiones que finalmente son y deben ser políticas.
En sus artículos 8º y 9º el Acuerdo de Escazú enfatiza en garantizar el acceso a la justicia, así como la integridad de los defensores de los derechos humanos en asuntos ambientales, ambos aspectos necesarios también de avanzar en nuestro país.
Ojalá que el Gobierno rectifique y ratifique pronto este acuerdo, pues de lo contrario la grandilocuencia del discurso del Presidente Piñera en cuanto a la protección del medio ambiente, ese mismo día 27 de septiembre en la ONU, quedaría sólo en promesas. Más grave aún, podría constituirse o entenderse como una relativización más del compromiso con la defensa de los Derechos Humanos.
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