Por Carmen Paz Castro, CITRID Universidad de Chile.
La catástrofe regresa, ahora convertida en llamas. En la tarde del 26 de enero, había 10 fallecidos y 99 siniestros en el país, de los cuales 64 estaban en combate, 30 controlados y cinco extinguidos. Terribles cifras que, sumadas a las pérdidas materiales, convierten la situación en una tragedia.
Tragedia porque el país no se encuentra preparado para enfrentar su realidad multiamenazas que, por su magnitud, nos sobrepasan, como ahora.
No obstante, se han realizado esfuerzos. Se ha logrado una importante coordinación interinstitucional a través de la Plataforma Nacional de Reducción del Riesgo de Desastres coordinada por ONEMI, que ha generado una política ya firmada por la Presidenta y que se encuentra en la fase final del diseño de la Estrategia. Existen además otras iniciativas legales: la nueva institucionalidad para la ONEMI, los proyectos de ley que crean el Área de Prevención de Incendios Forestales y Protección Urbana, el Servicio de Biodiversidad y Áreas Protegidas y el Sistema Nacional de Áreas Protegidas, para reemplazar a la actual CONAF, entre otros. Si bien ellos son un avance, el foco sigue estando en el manejo de la emergencia sin avanzar hacia una gestión prospectiva, con participación de los gobiernos locales y la ciudadanía, que se integre en la planificación territorial y en la gestión ambiental.
En suma, y pese a los esfuerzos, pareciera que el exceso de subsidiaridad de parte del Estado, en circunstancias como esta, deja de manera clara las vulnerabilidades a las que nos exponemos cuando no hay solidez institucional y los recursos no se orientan en la dirección adecuada.
En este sentido, es relevante descentralizar el sistema de gestión del riesgo, confiando y fortaleciendo los sistemas regionales que integren la escala de trabajo provincial y comunal, con una dotación de recursos suficientes para hacer frente a emergencias, sistemas de transferencia del riesgo y dotación de equipamientos de medición de diferentes amenazas.
Otro tema relevante es integrar a la comunidad como un actor, quitándole el rol de víctima, con responsabilidades en todas las fases de la gestión pero con mayor fuerza en la prevención y control. Los tratados internacionales, de los cuales Chile ha sido y es signatario, enfatizan la importancia de mejorar la resiliencia de las comunidades para asegurar el éxito de la gestión del riesgo.
Lo que se está quemando, en general, son los nuevos territorios que han resultado de intervenciones que durante más de cuarenta años han propiciado la existencia de nuevos paisajes del crecimiento económico donde dominan las plantaciones forestales. Estas conviven, por cierto, con los territorios aledaños donde se ha afectado a pequeños propietarios de predios con actividad agrícola y otro tipo de plantaciones, así como PYMES madereras que han visto cómo el incendio arrasó con toda una vida de esfuerzo.
En Chile la planificación y el ordenamiento territorial escasamente consideran la participación efectiva y coordinada de los diferentes actores, los impactos a mediano y largo plazo de las actividades productivas, la integración entre este desarrollo y la ecología y la sociedad, además de la débil inclusión de la gestión del riesgo, desconociendo que éste se construye por la mala intervención del hombre en el territorio.
El territorio debe ser pensado de manera integral, desde diversas miradas que aborden el conjunto de relaciones. Estos incendios no solo van a tener una repercusión a nivel de lo que resulte devastado por las llamas -casas, plantaciones, bodegas, ganado, etc-. También tendrán un impacto enorme en la economía local (y nacional), en sus ecosistemas, en las prácticas culturales, en las formas de habitar esos territorios, pues se trata de una actividad que tiene un período de recuperación muy lento.